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jueves, 1 de noviembre de 2018

UNA VISITA INESPERADA


UNA VISITA INESPERADA

Faltaba poco para que amaneciera. A través de la ventana que  mira hacia el este, comenzaba a penetrar la claridad grisácea  y sombría que antecede a los primeros rayos de luz que indican el comienzo de un nuevo día.
Descansaba en la habitación, que durante muchos años, había sido el dormitorio de mis padres. Estaba aun semi dormido; haciendo un poco de pereza, antes de levantarme y comenzar la jornada laboral y la rutina diaria. En un momento, que jamás olvidaré, tuve la sensación de que mis pies y la cama se movían:¡ un temblor, pensé! Debo aclarar que la habitación está situada en un primer piso donde estos fenómenos se sienten con más intensidad. Encendí la luz y de inmediato miré hacia el techo; la antigua lámpara colgante con plaquitas de vidrio que la adornaban, no se movía y por lo tanto no se escuchaba el tintineo característico que produce al balancearse. Me invadió una gran curiosidad ¿Qué estaba pasando? Tenía la seguridad de no haber soñado. Presentía que no estaba solo que algo o alguien estaba allí, en el dormitorio!… y no sabía que, ni dónde.
Me senté en la cama, expectante. Una repentina intuición se apoderó de mí, de mi razonamiento, dé mi alma y dije en voz alta
̶ Sé que estás aquí mamá, que me visitas: lo presiento. Por favor no me dejes con dudas: Dame una señal de que no estoy equivocado…Una suave caricia recorrió mi cuello y espalda con la calidez que solo puede tener cuando está cargada de amor ¡Me estremecí de alegría! no de miedo o de aprensión. Estuve unos minutos extasiado. El silencio era total. Nada se escuchaba. Mis ojos asombrados veían que la luminosidad grisácea que había penetrado en mi cuarto se, tornaba azulada. Mis escasas dudas sucumbieron
̶ Gracias, mamá por visitarme alcance a balbucear. Fue un inapreciable regalo el que me has hecho. Regresa a descansar, yo también lo haré.
Sentí que una enorme paz me invadía y cerraba mis ojos.
Ya vería como justificar el retraso a mi trabajo donde tenía fama de puntual. Pero nada podría desplazar el momento maravilloso, único, imborrable, que había vivido: la visita de mamá que había regresado por unos instantes desde el “otro barrio” a visitar a su hijo.
̶ Gracias, mamá̶ dije, nuevamente en voz muy baja ̶ tal vez
Muy pronto nos veamos. Yo también he comenzado a preparar mi “mudanza”
                                   DAMIAN





viernes, 30 de marzo de 2018


El que quiere puede


Ramón ingresó al hospital de madrugada. Como se dice en la jerga médica: “pidiendo pista”. Estaba muy grave: tenía un 30% de la superficie corporal quemada fundamentalmente en la cara y el tórax con lesiones de segundo y tercer grado producidas por agua hirviendo y dos profundas puñaladas en el abdomen que interesaban: intestino grueso y delgado  hígado y bazo. Había perdido mucha sangre.
Una riña en la cárcel con el “dueño” del sector, un convicto con muchos años de prisión y de experiencia carcelaria, había sido la causa  de la brutal agresión. Cuando Ramón dormía  el “Negro Silverio” le arrojó una pava  de agua hirviente. Ramón saltó de la cama desesperado por el intenso ardor. El Negro aprovecho el verlo de pie y le dio dos puntazos profundos y llenos de de odio con una “faca tumbera”.¡ Vas a aprender quien manda aquí, carajo!.
Ramón era fuerte, joven y muy “calentón”. Sus dos entradas a la prisión habían sido por hurto. Quería salir. Tenía dos hijos que lo necesitaban, pero como dice el refrán: “La cabra al monte tira” y a pesar de los ruegos de su mujer, volvía a caer en el delito Es cierto que por sus antecedentes le costaba mucho encontrar “laburo”, pero, también es cierto que no se esmeraba demasiado. Era más fácil “afanar”. Teresa, su mujer ya no cría en sus palabras. No se lo imaginaba, a Ramón en un trabajo honrado, pero algún día la virgen tendría que escucharla: Por los chicos principalmente. Para ella no pedía nada. Se unió a Ramón sabiendo lo que era, con la infantil creencia, frecuente en muchas mujeres, que podría cambiarlo. Ahora ya era tarde para quejarse.
Los médicos que lo atendieron al ingresar al sector de emergencias, no daban diez centavos por su vida: quemado en un 30% y  con “las tripas afuera”. Cuatro horas duró la intervención quirúrgica del abdomen, para suturar y poner las cosas en su lugar. Al salir de quirófano, Juan me dijo:” sinceramente no creo que este tipo viva con mucha suerte, más de setentas y dos horas.
Daba mucha tristeza ver diariamente a su esmirriada y ojerosa mujercita, que dos veces por días se presentaba a recibir informes de su marido
Una semana después de su ingreso seguía en estado crítico, a pesar de haberse detectado algunos progresos. Su médico Clínico el Dr.Arrieta, ponía el mayor empeño, para que no se descompensara y poder sacarlo de terapia intensiva. Ramón era un excelente paciente. Cumplía al pie de la letra las indicaciones médicas y jamás se quejaba, a pesar de la amplia superficie quemada y las dos grandes heridas quirúrgicas del abdomen que continuaban con drenajes.
̶ No se preocupe tanto Dr. Arrieta, porque no me voy a morir. No está en mis planes. Tengo mucho que hacer todavía.
̶ Ya lo creo respondió el médico. Tenés que terminar de criar a tus hijos y darle un poca de paz a esa pobre mujer, que a pesar de todo sigue a tu lado.
̶  Tiene razón, Dr., pero volver a una vida normal es casi imposible. La gente nos mira con mucha  desconfianza y tienen razón ¿Cómo les hacemos creer que no vamos a volver a “chorear”. Y por consecuencia, después de unos meses de necesidades que no pueden cubrirse, y los chicos que te miran con cara de hambre y tu mujer con odio, tenés que volver a las andadas o suicidarte.
Mucho de lo que decía Ramón era comprensible, pero también era cierto que nunca quiso aprender un oficio, que lo podría haber hecho en la cárcel de Bower. Tenía buena conducta, pero en su interior bullía el malandra. Hay etapas de la vida que dejan una impronta indeleble y Ramón se había criado en un ambiente muy malo, entre ladrones, asesinos y prostitutas
 Se había cruzado “fiero” con el “Negro Silverio” que estaba preso por asesinato y asalto a mano armada un verdadero” peso pesado”. Muchos guardias le temían y hacían “vista gorda”  de sus atropellos, porque era muy “taimado” y la vida propia o ajena  le importaba un carajo, por lo cual estaba siempre dispuesto a cualquier  alevosía.
Ramón lo evitaba, no quería problemas con nadie y no era cobarde, sino prudente. Ya no había códigos en las cárceles como años atrás.
A medida que pasaban las semanas su estado iba mejorando de manera lenta pero segura. Sus médicos estaban asombrados. El intenso deseo de vivir había logrado el milagro.
̶  Vio que no me iba a morir “dotor”
̶ Te salvaste “de pedo” Ramón. Sin duda tenés un Ángel de la   Guarda. Propio y muy activo.
̶ Mire, “dotor” a mi padre me decía siempre: mire m’ijo se muere el que se quiere morir. El que se entrega y no lucha. Pero cuando empezas poniendo “la pata” fuerte y le rezas a “San la Muerte” es difícil que te “cambien de barrio”.
̶No hables macanas Ramón, que te salvamos entre todos porque estabas casi con las dos “patas” metidas  en el infierno
̶  ya lo sé dotor , pero creame que es muy cierto que ha todo lo manda “la chiripiorca” y yo juré que no iba a morirme y ha visto que da resultado. El que lucha con fe puede y cuando “el Tata” baja el dedo, cagaste.
̶  Bueno, Ramón. Espero que todo lo que hicimos nosotros, el “Tata” Dios y “san la muerte” sirva  para que de la misma forma que luchaste para no morirte, lo hagas ahora para no entrar más a la cárcel, por tus chicos y tu mujer que demasiado ha sufrido, ya.
Ramón se quedo callado como dando a entender que la conversación había terminado. Así lo interpreto Arrieta y continuó con los otros pacientes que estaban a su cargo.
Habían pasado dos meses del día en Ramón guiñándole el ojo a la muerte entró al hospital. Su recuperación fue más rápida que lo esperado. Habían quedado secuelas graves de sus quemaduras sobre todo en la cara y el pecho que le daban un aspecto bastante desagradable y que solo numerosas cirugías estéticas podrían mejorar en parte.
̶  A donde quiere que vaya con esta cara “dotor” si antes no conseguía laburo, ahora menos. Solo puedo “servi  pa  asusta chicos” dijo lanzando una carcajada que tenía más de odio que de gracia.
Arrieta no respondió. Sabía que en gran parte Ramón tenía razón, si antes su vida había sido difícil, ahora sin duda todo había empeorado. Su mujer no podía evitar un gesto de dolor y de rechazo cada vez que lo visitaba y él lo percibía.
Veinte días después bajo fuerte custodia policial fue trasladado al penal de Bowers.Había sido cambiado de pabellón para que no se cruzara con Silverio, pero esa misma noche con la complicidad de otros presos artos del “Negro” y la “distracción” de un par de guardia, consiguió llegar al otro pabellón y sorprenderlo en el baño. Con los ojos desorbitados “el Negro Silverio” vio como una fiera se le lanzaba encima y antes de que pudiera intentar una mínima defensa, ya había recibido dos puñaladas. Tendido en el piso del baño en un charco de agua y sangre, ante la mirada indiferente de otros presos, mientras seguía hundiendo el cuchillo en una carne que iba quedando pálida y fláccida. Le decía al oído: Viste hijo de puta que iba a vivi pa matarte.El odio me mantuvo vivo. Y seguía clavando sin compasión el cuchillo en un hombre que ya estaba muerto.
Lo condenaron a prisión perpetua, no le importaba, era “carne de presidio”, pero había cumplido con su sueño de venganza y había sobrevivido porque se lo había propuesto.
Pequeño diccionario de lenguaje carcelario.

1)   Faca tumbera :Cuchillo hecho en la cárcel
2)   Calentón: nervioso agresivo.
3)   Afanar : robar
4)   Chorear :Robar
5)   Malandra :de mala vida
6)   Taimado: mañoso, mentiroso, traidor
7)   Chiripriorca: cerebro
8)    

domingo, 4 de marzo de 2018


La señorita Clemencia

Comenzaba a cursar el Segundo Grado en la escuela Mariano Moreno de nuestra Ciudad de Córdoba. Era un niño curioso con muchos deseos de aprender, lo cual heredaba de mi padre, un entusiasta lector. Mis materias preferidas eran: Historia y geografía.
Inicié un nuevo año escolar, lógicamente, con una nueva maestra: la señorita María Clemencia Rodríguez; señora en realidad, pero señorita Clemencia, para sus alumnos. En aquellos tiempos no se decía “la seño”, como se acostumbra ahora.
Desde los primeros días de clases se estableció una corriente de afecto y simpatía entre maestra y alumno. La encontraba parecida a mi madre lo cual influyó mucho en mí. Mi curiosidad, sin duda, influyó mucho en ella.
Me esmeraba en estudiar y hacer mis tareas. Quería ser el mejor de la clase, por satisfacción propia y también para agradar a mí maestra: a mitad de año ya éramos amigos. La Srta. Clemencia tenía una gran capacidad para hacer comprensible sus explicaciones, lo cual valorábamos mucho
Un fin de semana, para mi sorpresa, me invitó a pasar  el día sábado en su casa. Vivía en las afueras de la vieja ciudad de aquel entonces: en Barrio Argüello. Recuerdo que aquello se parecía mucho al campo, por sus extensas arboledas y antiguas casonas que en general se utilizaban para pasar los fines de semana. Ese día se festejaba el cumpleaños de su hijo mayor, de edad aproximada a la mía.
Balbuceando, por el entusiasmo que me embargaba, conté a mis padres mi gran noticia: ¡”La Srta. Clemencia me invita a su casa”! Esa noche papá lustró mis zapatos (solo se usaban en las grandes ocasiones) y mi madre preparó mi ropa. Pienso que estaba un poco celosa de la Srta. Clemencia.
Fue un día muy feliz. Me divertí mucho con los otros chicos invitados. Se habían preparado algunos juegos para la ocasión, pero faltó el futbol. No se podía jugar. Había niñas, también.
El afecto profundo, maestra, alumno, continuó imperturbable. Para mi cumpleaños me regaló un libro: “Etelredo Preston” de Francis Finn, el notable autor estadounidense de novelas para niños y adolescentes, que leí con entusiasmo en pocos días. En la primera página estaba escrita una simpática dedicatoria: “Al más conversador y curioso de mis alumnos”. Lamentablemente lo extravié, hace ya bastante tiempo, pero nunca olvidé las divertidas aventuras de Etelredo y lo que el libro significó para mí,
Al año siguiente nos fuimos, por razones de trabajo de mi padre, a vivir a Mar del Plata. Los primeros meses sentí duramente el cambio, el desarraigo, pero, pronto hice nuevos amigos y comencé a adaptarme a estar bajo otro cielo, en una ciudad de gélido invierno y cálido verano que nos permitía disfrutar de la playa y el mar. Las nuevas maestras, fueron muy buenas, pero ninguna reemplazó en mi corazón a la Srta. Clemencia.
El primer año nos escribíamos con cierta frecuencia; luego las cartas se fueron espaciando y finalmente cesaron. Debo confesar que noté muy poco la falta de correspondencia, mi mente estaba muy ocupada en una compañerita de trenzas rubias de la cual me había enamorado.
Varios años después regresé a Córdoba para estudiar medicina en la prestigiosa Universidad Nacional. Me afinqué en el viejo y mítico barrio Alberdi, a pocas cuadras del Hospital de Clínicas donde se vivía, aún con intensidad, la experiencia inolvidable de la bohemia estudiantil. Consiente, qué dependía de la ayuda de la familia para terminar mi carrera, me dedique a estudiar con ahínco, sin dejar por ello de concurrir algunos fines de semana a las peñas folklóricas, tan de moda en esos tiempos.
Trate de buscar algunos datos sobre la Srta.Clemencia, pero no pude obtener referencias de ella. En la escuela de mis primeros años, a la cual visité muy emocionado, me informaron,solamente,que hacía ya varios años que se había jubilado; que no vivía más en Argüello y desconocían su número actual de teléfono.Tampoco pude encontrarla en la guía telefónica, seguramente estaría registrado a nombre de su esposo, que yo desconocía, o tal vez, había olvidado.
Las arenas del tiempo fueron cayendo en el reloj de mi vida y llegó el ansiado momento de la graduación y de recibir mi diploma de médico.
Varios años después tuve la suerte de poder ingresar al Servicio de Clínica Médica de un prestigioso sanatorio. Era la época en que comenzaba el auge de las Obras Sociales, por lo cual todos los profesionales teníamos mucho trabajo.
Una tarde de octubre el Jefe de Servicio me pidió que antes de ver al próximo paciente de mi lista, subiera al segundo piso ante un requerimiento de enfermería. Después de unos veinte minutos regresé a mi consultorio, la secretaria había hecho ingresar a quien le correspondía el turno. Al entrar me encontré con una anciana de cabellos blancos y ojos llorosos, lo cual era frecuente de ver en los pacientes longevos, que me miraba fijamente. Mi corazón la reconoció antes que mis ojos y mi mente ¡La Srta. Clemencia estaba ahí! ¡Frente a mí!, con el rostro iluminado, a pesar de las lágrimas, por su dulce y maternal sonrisa ¡Cuantos recuerdos pasaron en segundos por mi mente! ¡Cuántos reproches sentí que me atenaceaban, por no haber puesto el empeño suficiente en encontrarla!.Noté que gruesas gotas de sabor salino corrían, por mis mejillas.
El destino, supremo hacedor de sorpresas, que cruza caminos y modifica vidas, la había traído nuevamente a mi existencia, sobre su mágica alfombra de cuentos y sueños. Estaba enferma, muy enferma, albergando en su frágil cuerpo un demonio que roía sus entrañas.
 Tuve el honor y el gran  dolor, de asistirla durante sus dos últimos años de vida, hasta que Dios decidió llevarla al “otro barrio”, al de las almas nobles. No partió sola. La acompañó la imagen de un niño flaco, de orejas grandes, rodillas lastimadas por el futbol del potrero, que portaba en sus manos un libro, en el cual en grandes letras doradas se leía: “Etelredo Preston.”


                                                          




                                                  

                                  

domingo, 24 de septiembre de 2017

  El loco Manucho 


La noche era lluviosa y fría. El loco Manucho, apodo por el que lo conocían desde los años en que vivía en la calle, buscaba un refugio que le permitiera guarecerse de la helada llovizna que lo castigaba. Fijo su mirada en una casa abandonada hacía mucho tiempo. La conocía por haber pasado varias veces frente a ella. Sus ruinosas paredes siempre le habían atraído, y pensaba que en algún momento la demolerían. Le dolía y no sabía porque. Conocía de una ventana rota por la cual sería fácil entrar. Logro abrirla sin mayor esfuerzo. Encendió una linterna que siempre llevaba con él, indispensable en la vida de un linyera. El panorama no podía ser peor: mugre de años, arañas, sus telas cubrían parte del cielo raso, cucarachas, hormigas, pedazos de mampostería, todo cubierto por una fina capa de polvo… olor a humedad, a cueva refugio de felino, a muerte.
      Superó el miedo que le causó la primera impresión…Lo había invadido la curiosidad. Subió con precaución por una escalera derruida, de madera húmeda y podrida que podía desmoronarse aún con el peso de su esmirriado cuerpo. Una ráfaga de viento helado penetro por una ventana sin vidrios como si fuera un presagio para que no siguiera avanzando: el clima había empeorado. Al llegar a la planta alta, tan calamitosa como la baja, de  una casa que debió haber sido de gente rica, en su tiempo, le pareció ver una pintura del rostro sonriente de una mujer de mediana edad. Enfocó nuevamente su linterna…y ya no estaba: “debe ser la ginebra y el pedo que tengo encima” dijo en voz alta, como queriendo escucharse a sí mismo para mitigar la  lúgubre soledad que lo envolvía. Quedó un rato pensativo, dudando de lo que había visto, pero en la difusa luz que se filtraba desde la calle desolada, por el viento y la lluvia, volvió a ver el rostro de la mujer que lo miraba. Nuevamente la curiosidad pudo más que el miedo y se acercó con la mano extendida para tocarla. Solo encontró una pared descascarada y con profundas y anchas grietas. Estaba confundido y temeroso.
     Se sintió cansado, sin fuerzas, las piernas le pesaban mucho, tal vez por la ropa mojada. Aparto con el pie pedazos de escombros y se sentó entre la mugre apoyando su espada contar la pared. “Porqué no salgo corriendo de está tumba”, pensó, sin obtener respuesta de su mente embotada. Lamentó no tener a su lado a su fiel perro “Capitán” que lo había acompañado tantos años y al que se llevó la muerte, por viejo y enfermo, hacía unos pocos días.
      Sintió que sus ojos lentamente se cerraban: el frío, el hambre y el alcohol lo habían agotado. Las ratas que pasaban muy cerca de él no le molestaban, ya las conocía. Supo dormir en lugares peores.
Su mente se envolvió en tinieblas. En sus sueños veía, como a través de un vidrio empañado, a un muchachito muy joven encerrado en una habitación y que rompía todo lo que estaba a su alcance con furia incontenible. Escuchaba voces que gritaban: “está loco, está loco”. Una mujer que tenía aspecto de enferma estaba  sentada en una mecedora al lado de una amplia ventana, recibiendo el escaso calor de un débil sol de otoño. Después volvió a ver al muchachito que ya no se encontraba encerrado. Vagaba  por un amplio jardín junto a otros seres que parecían autómatas deambulando sin sentido, como si estuvieran extraviados.
      Se despertó tosiendo, transpirado. Sentía mucho frio, pero su frente ardía. Supo que tenía fiebre. Quiso levantarse y no pudo. Tenía una sed intensa, por suerte en la bolsa con sus harapos, además de la ginebra, tenía una botella con agua. A pesar del temblor que lo agitaba y la tos cada vez más intensa, volvió a caer en un pesado sueño. Nuevamente percibió a  los hombres en el jardín caminando sin rumbo. Nuevamente la mujer de la mecedora, ahora tendiendo la mano. Su rostro lo sobresalto: era la señora del cuadro que trataba de retenerlo. Escuchó como en un murmullo “Manuel, Manuel, no te vayas .No dejes que te lleven. Esta es tu casa has regresado, hijo.
      Dos días después, Manucho, había fallecido. Encontraron su cuerpo, por la denuncia de un vecino que había escuchado ruidos y voces, rodeado de su peculiar cortejo fúnebre de insectos y ratas Estaba tendido: con los ojos muy abiertos en un gesto de asombro, un brazo estirado con la mano fuertemente cerrada, crispada, como asida a algo que no quería perder, y un esbozo de sonrisa en sus labios exangües.

                                                                                                        




viernes, 14 de octubre de 2016

LA REBELION DE ALVARO

̶ ¡Te equivocas, Álvaro! ¡Ustedes sin mí no eran nada! ¡No existían!
̶  Tranquilo, Roger, tranquilo. Sin nosotros vos tampoco serias nada, por lo menos en esta etapa de tu vida.
̶  Álvaro, no sé a qué se debe esto. Estábamos trabajando tranquilos y de pronto comienzan a plantear estos problemas. No lo entiendo.
̶  No lo entiendes porque sos muy egoísta. Porque solo te interesa tu triunfo personal, sin importar a quienes pisas o dejas en el camino sin afectarte que quienes trabajan para vos estén, o no, conformes con el rol que les asignas.
̶  Álvaro, lo reitero ¿Qué eran antes de que yo los sacara de la nada?...Eso eran, ¡nada!
 ̶ Roger en tu soberbia te convertiste en un patrón impiadoso que levantabas tu maldito dedo índice para señalar, como un cesar nuestros destinos. Se terminó, Roger. Ahora nosotros tomaremos nuestras decisiones. Lo que antes nunca hicimos. Pero todo tiene un comienzo y un fin, como la Creación.
̶  La omnipotencia es peligrosa, jefe. El poder supremo obnubila el razonamiento crítico̶  intervino Soledad con su serenidad habitual, aún en los temas urticantes y situaciones difíciles.
̶ ¿Y qué pasa si me niego a satisfacer sus demandas?.
̶  Te abandonamos, Roger ̶ dijo, Luciano, con su hermosa voz de barítono.̶ Ya lo hemos conversado detenidamente y estamos todos de acuerdo.
Roger, miró uno por uno a quienes lo rodeaban, directamente a los ojos, queriendo penetrar en el alma de los disconformes. Se sintió traicionado por aquellos que todo se lo debían a él, que con su talento y laboriosidad les había dado un rol en la vida. Los buscó en los oscuros trasfondos, para traerlos a la luz ¿Y ahora esto?.
Si mi abandonan en este momento perdería dos años de mi trabajo que serían muy difíciles de recuperar. Dos años de sueños, ilusiones, desvelos ¡eso!,desvelos, para que me abandonen en la recta final, por reivindicaciones que en la situación actual me parecen fuera de lugar.
El rostro de Álvaro, vocero y cabecilla del grupo permanecía inmutable. Solo Soledad esbozaba una leve sonrisa que tenía mucho de irónica y piadosa.
̶  Está bien. Veo claramente que no hay marcha atrás. Ya veré como me las arreglo.
Lo invadió una profunda desazón al ver que todos  se alejaban sin importarles su angustia. Sintió en su frente, sus manos y axilas una traspiración viscosa y fría.

El fuerte golpe de una ventana al cerrarse por una racha de viento…lo despertó. Tembloroso encendió la luz del velador y tomo el borrador de su novela que estaba en la mesa de noche. La hojeo rápidamente comprobando con satisfacción que Álvaro y los otros personajes permanecían estoicamente en su lugar a pesar de la arbitrariedad con que manejaba sus vidas.

sábado, 6 de agosto de 2016

FRANCESCA

FRANCESCA


Cuando llegué a la Provincia de Reggio Calabria, una soleada mañana del otoño europeo, sentí que comenzaba a hacer realidad un viejo y anhelado sueño: visitar la casa donde nació y vivió mi madre junto a mis abuelos, allá por el año de mil novecientos cinco, en el pequeño pueblo de Meliccucá que emerge como una mancha de cal, ladrillos y tejas en el paisaje rural del sur de Italia, entre montañas, bosques y el azul del Mar Tirreno.
Desde niño escuché muchas veces los recuerdos que guardaba mi madre de su pueblo natal: del crudo frio del invierno y el fuerte calor del verano; del trabajo del nono Antonio; de sus hermanos, Rosario, Vicente y Fortunata, todos mayores que ella, pero siempre en sus relatos, había alguna referencia a la Fontana Di Tocco situada frente a la puerta de su casa, en una callejuela muy angosta, empedrada, común en las antiguas ciudades y pueblos europeos, donde ella solía jugar con sus hermanos y los niños vecinos. Recordaba con afecto a Anunciata y María que jugaban poco y lloraban mucho.
En el año mil novecientos trece, en una Italia empobrecida, semi feudal, convulsionada, al borde de “La Gran Guerra”, la familia de don Antonio y  Catalina, emprendió su largo y épico viaje, cruzando casi toda la península, hasta llegar a Génova donde embarcaron  hacia su nuevo hogar: La Argentina de la  promesa de paz y trabajo, donde los esperaban otros calabreses con los brazos abiertos y el pan en las manos. Nunca más regresaron, por cosas de la vida, pero siempre vivió en ellos, Meliccucá, allí, en el arcón de la nostalgia que guardan en un rincón del alma, todos los inmigrantes.
Aterrizamos en el modesto aeropuerto de Reggio Calabria, capital de la provincia del mismo nombre. Un taxi nos trasladó al hotel en que habíamos reservado nuestro alojamiento. Desde el balcón de la habitación que ocupábamos, por sobre los tejados y terrazas, con masetas cubiertas de flores,a pesar del otoño, se podía ver el mar y el Estrecho de Messina que separa Calabria de Sicilia. El aroma salobre del Tirreno llegaba a mis sentidos y a mi alma. Ya estaba cerca, muy cerca de la casa de mi madre Pronto emprenderíamos lo que era para mí, una peregrinación hacia mis orígenes.
El destino (o no sé qué, o quién), puso en mi camino  a un ser humano muy especial, Pascuale, el que acompañado de su esposa, una bonita rusa de porte típicamente eslavo, nos llevó en su automóvil a Meliccucá, distante a cincuenta kilómetros de la capital; pequeño valle que emerge, entre plantaciones de olivos y pinares, en la vertiente norte de las montañas del Aspramonte .
Llegamos en horas de la siesta, creo a las tres de la tarde, (luego de habernos perdido buscando el camino). El pueblo dormía. Solo unos pocos animosos se reunían en las veredas, para intercambiar opiniones y contarse sus  problemas familiares y cotidianos.
Comprendí, que en ese momento estaba allí, donde lo soñé muchas veces. Que esos viejos “Tanos” que me señalaban con dedos deformes por el reuma, los años y el trabajo rudo, el lugar donde encontraría la fontana: eran todos familiares míos. Así lo sentía y tal vez, así ellos lo sintieron, cuando les dije mi apellido materno con décadas de historia en el pueblo.

Allí estaba firme desde hacía un par de siglos y todavía vertía chorritos de agua, ¡La fontana Di Tocco! y frente a ella, mirándome como si me diera la bienvenida: la casa de mi madre.
Hay emociones que son muy difíciles de describir y esta era una de ellas. Descendí del auto de Pacuale, tratando de grabar y absorber por todos  mis sentidos, lo que me rodeaba.
Llamé a la puerta (antigua puerta con postigos en su mitad superior) a través de la cual se percibía luz. Pocos minutos después abrieron y una pequeña figura apareció en ella: muy anciana, encorvada, de ojos intensamente azules… y totalmente lúcida. Me miró con curiosidad. Le pregunté si tenía el mismo apellido de mi madre. Movió su blanca cabeza afirmativamente. Emocionado, le dije que también era el mío. Levantó su pequeña mano y haciendo una V con dos de sus delgados y ajados deditos, me pregunto: ¿”Con Doppio D”? Al decirle que si, con voz temblorosa, me abrazó sollozando. Me abrió la puerta de su casa, y por fin, pisé, el suelo donde había visto la luz, mi madre.
La anciana, me dijo que se llamaba Francesca, que tenía noventa y nueve años y que estaba muy emocionada. Afortunadamente había entrado Pascuale, su esposa y la mía: todos lagrimeaban. La presencia de Pascuale,fue fundamental, porque hizo de traductor. Era muy difícil entender el dialecto calabrés, que hablaba Francesca. Así pude saber que ella, era hija de un primo hermano de mi nono. Recordaba, que cuando era niña le habían contado que el tío Antonio se había ido a La Argentina con sus hijos;  Vivía sola, pero su hija y todos los vecinos eran su familia.
Con una lucidez sorprendente para su avanzadísima edad, nos habló de su vida, de sus recuerdos, y mostró fotos de sus hijos, cubriéndole el rostro un velo de tristeza cuando señaló, a los que habían muerto. Además,  ¡Lo increíble! Estaba tejiendo una puntilla con aguja Crochet.
Varias vecinas se acercaron, con curiosidad lógica, para saber que pasaba en casa de Francesca, donde veian un inusitado movimiento. Ella, con su suave y dulce voz les explicó que yo era un pariente que había venido de  América, para ver la casa donde había nacido “sua mama”
.El sol ya se ponía, tiñendo de rojo las nubes en el poniente: debíamos partir, regresar. Había terminado mi peregrinación. Atrás quedaban la inolvidable Francesca, la vieja casa materna, la Fontana di Tocco... y  Melicuccá. Mi anhelo se había cumplido, había encontrado parte de mis raíces. Ahora solo me quedaba complacerme de mis recuerdos; de los inolvidables momentos que había vivido.